jueves, 31 de enero de 2013

MISTERIO EN GÉNOVA 13

Hubo un tiempo allá por el siglo XIX, cuando la sociedad era tal y como la anhela el Partido Popular, que estaba comúnmente aceptado que en las novelas de intriga, el mayordomo fuera siempre el asesino.

Las tramas eran sencillas  y repetían un mismo patrón. El asesinato sucedía en un lugar reducido y apartado y en la historia aparecían apenas una docena de personajes, normalmente gente adinerada. Ésto garantizaba la permanencia del asesino en la escena del crimen y que en algún momento de la novela todos y cada uno de los personajes, excepto el finado, claro está, parecieran culpables. Sin embargo, siempre existía un personaje más antipático para el lector que el resto y sobre el que las sospechas parecían recaer con más frecuencia que sobre los demás. A base de descartar sospechosos, los escritores de la época nos hacían creer hasta el final que, en cualquier momento, dicho personaje se derrumbaría y confesaría su culpa. Pero de repente, y sin que hasta ese momento nada nos hiciera pensar en él, el señor que se había pasado cientos de páginas yendo y viniendo con bandejas repletas de te y pastitas, aparecía como un violento asesino capaz de haber apuñalado a su amo porque éste iba revelar su oscuro pasado.


Las historias de corrupción en el Partido Popular son igual de básicas. Gente de bien que llega a ser un cargo importante dentro del partido; implantación de un modelo económico que propicia el amiguismo, las adjudicaciones a dedo y las comisiones millonarias; se destapa la trama; aparecen un montón de presuntos culpables; enreda Federico Trillo; los acusados se indignan y se hacen las víctimas; y finalmente el único que es declarado culpable es el juez instructor del caso.

Si a Sir Arthur Conan Doyle o a Agatha Christie se les hubiera ocurrido inventar a un personaje tan siniestro como Trillo, Sherlock Holmes o Mss Marple hubieran terminado entre rejas en lugar de ser recordados por su valor y su agudeza mental.

Jaume Matas, Francisco Camps, Ignacio González, Luís Bárcenas, Ana Mato, Carlos Fabra, Ricardo Costa, (...), y tantos otros siguen libres pese a parecer culpables a los ojos de la ciudadanía por las pruebas tan contundentes que existen contra ellos.

Lo que pasa es que al final la gente se cansa de ver, de escuchar o de leer la misma historia una y otra vez. Es por eso que Agatha Christie, en 1934, decide dejar tranquilo al mayordomo y publica Asesinato en el Orient Express. A priori la historia no parece muy distinta. Un ramillete de gente de bien aislados en un lugar donde se comete un brutal homicidio. Todos parecen tener motivos para cometer el crimen y ninguno, aparentemente, parece capaz de asestarle a alguien doce puñaladas.

El caso del tesorero del Partido Popular guarda ciertas similitudes con esta novela. Los habitantes de Génova 13, al igual que los pasajeros del Orient Express, son ricos y tienen un elevado estatus social, lo cual hace que parezca del género tonto y totalmente innecesario verse involucrados en un caso de financiación ilegal y de evasión de impuestos. Pero tampoco parecía probable que entre doce educados viajeros se encontrará un asesino capaz de acuchillar doce veces a un pobre desgraciado.

¿Cómo es posible que nadie en el PP supiera que el partido se financiaba mediante comisiones de empresarios que luego, casualmente, se llevaban las adjudicaciones de las administraciones controladas por los Populares? ¿Cómo es posible que en un vagón de tren, en el silencio de la noche, un pasajero sea apuñalado doce veces y nadie viera ni escuchara nada? ¿Cómo es posible que durante veinte años y con distintas ejecutivas todo el mundo parece haber recibido sobresueldos en dinero negro y que a nadie le conste esta práctica y que nadie reconozca haber recibido los famosos sobres?
Agatha Christie, a través de Hercules Poirot, nos da la única explicación posible: Todos lo sabían, todos estaban compinchados, todos eran culpables.

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